21 noviembre 2021

Escena 1

Hoy rescato la memoria
de una vida pasada. 

Vida que, en un mes, 
será presente.

Hoy vuelvo a esa cabaña
de piedra
y paja.

Dentro hay apenas
dos objetos:
un catre y un caldero al fuego. 

Dos niños: 
un niño y una niña.

Y una ausencia: 
un marido noble trabajando. 

Lo más importante en esa estancia es, 
como suele pasar, 
lo que no se ve:

La presencia alegre y viva del momento presente:
normal, natural, cotidiano.

El calor de hogar, la limpieza y el orden
más allá del calor, la limpieza y el orden. 

El silencio más allá del silencio.

La fuerza de un lugar protegido y brillante
capaz de acoger a los hombres más rudos en su desesperación
y ofrecerles una compañía armoniosa y sanadora. 

La habilidad mágica de cuidar, nutrir y agradecer lo que es
en silencio
La sencillez de crear y sostener la vida 
en todas sus formas:

caldero, marido, madre. 

Si alguien no vio el valor 
que esto tenía
ese alguien tenía un problema. 

Muchos detrás caminarían desnutridos
y harapientos, 
con las carnes hechas llagas por dentro
y , tal vez, tal vez, un sombrero de copa por fuera, 
o un BMW serie 3, no importa.

La verdad es humilde
invisible a los ojos
de los ciegos.

Sensible al tacto 
de quienes se atreven a tocar
y a sentirla en sus pieles.

Porosa, me impregno de este sentir
de este latido sereno
y me lo llevo para cuando lo necesite. 

Tal vez para apaciguar 
el humor de una noche de llanto
Tal vez para volver a mi ser
casa
para mi. 

Y ya es bastante. 




03 noviembre 2021

Paseo con Naya

Después de dos días de lluvia incesante, el cielo amanece despejado y el sol se hace protagonista de este día De los Santos. Gélido como tantos. 

Salgo a pasear. Aprovecho para tirar la basura y poner un par de cartelitos para atraer a esa persona que nos va a ayudar con la limpieza de la casa. Naya me sigue. De un tiempo a esta parte Naya se dedica a acompañar a las visitas a casa, también acompaña a los vecinos a tirar la basura y, a veces, viene detrás de nosotros cuando salimos de paseo. Como hoy. Camina tras mis pasos, así como camina ella, dejando caer bien el peso de su cuerpo a un lado y al otro. Como un gánster. Su pelaje negro por arriba y sus ojos verdes amarillentos acompañan esta imagen amenazante suya. Amenaza que se ve interrumpida por el pellejo que le cuelga por debajo, como una campana bamboleando a un lado y al otro y que rompe cualquier sensación de dureza que pudiera provocar. Muchos preguntan si Naya está embarazada. Y no, más bien al contrario, ese pellejo es lo que queda de sus órganos reproductores, ya vaciados. 

Llegamos hasta el centro cívico, lugar donde pongo uno de los carteles. Huele mucho y rico a lavanda. Y allí entre el olor floral, Naya se planta, en la puerta, cerrada, hoy que es día de fiesta. Tal vez sea esto todo lo más que se ha alejado de casa... Tal vez huele peligro a seguir, porque ha dejado de seguir mis pasos y se ha quedado como clavada en la acera, mirándome y maullando. Así como lo hace ella: con la a y la g. Como quejándose. El otro día leí que los gatos solo maúllan para comunicarse con los humanos. Así que me aproximo a ver qué quiere. Veo que me deja acercarme más y más, hasta que la cojo en brazos y ella se revuelve de una forma extraña y en un par de movimientos se ha colocado encima de mi cuello. 

Por un momento dudo si no será mejor volver a casa: un poco más adelante hay un perro de caza y puede que me encuentre alguno más en el pueblo, paseando, qué se yo. El miedo es libre. La imagen de ese Husky sosteniendo en la boca a un gatito bebé, ya muerto, todavía está en mi memoria. Las lágrimas de Irene, también. Decido regresar a casa, pero justo cuando me encamino hacia allá, veo que en el camino hay tres personas con un perro suelto. El perro va a su bola, no parece haber reparado en nosotras. Y Naya tampoco ruge como le ruge a los perros, ni se ha puesto más tensa de lo que estaba, pero no quiero sustos. Además, también quiero pegar el cartelito en el bar. Decido caminar en esa dirección, pues. 

Con la gata asentada en mi cuello, camino alejándome de las casas que sé que pueden ladrarnos... al menos siempre que puedo. Nos adentramos en las calles más estrechas del pueblo. Ella está alerta. Y yo también. Bebé, dentro de mi, también está alerta. Un ruido inesperado me pone la pancha dura: es bebé el/la que siente el peligro y me avisa. Y así avanzamos como una pirata con su loro, surcando las calles del pueblo semi desiertas de frío y sol. Muy atentas a posibles peligros. Muy atentas a todo, en realidad. Naya va mirando a izquierda y derecha, su moflete suave contra el mío, sin perderse nada: ni las ventanas cerradas de las casas, ni ese trozo de tela en valla de la vecina, ni esa paloma que sale volando hacia el cielo cruzando nuestro horizonte en diagonal.

  • Ualaaaa la palomaaa que bonitaaaa- le digo y me río de pura dicha.

Por momentos parece que se va a caer, así que levanto el brazo izquierdo como para ayudarla a estar más estable. Ella se acomoda así en mi hombro, como una lora pantera.

Ya estamos aproximándonos a nuestra siguiente parada: el bar, con sus ventanas enrejadas y su jardinera en la entrada con sus aromáticas y su planta de plastiquete performático clavada en la tierra. El bar casi da la bienvenida al pueblo. Los coches que vienen desde la nacional lo encuentran sin ninguna dificultad aparcando en la puerta. Ahí justo hay un hombre deambulando con un perro negro. Lo lleva con una correa corta. Parece que va a subir la cuesta arriba, pero no. Se queda ahí, sin más. Como esperando a alguien, el dueño. El perro no para de olisquear aquí y allá. Tampoco ha reparado en la gata que llevo en mi hombro. Y Naya, si lo ha visto, no me lo ha demostrado. Me paro un instante evaluando la situación. Finalmente me aproximo al tablón de anuncios y pego el cartelito lo más rápido que puedo. 

Unos clientes salen del bar y hacen un ruido con las sillas de la terraza que parece un ladrido. Me asusto. No me había dado cuenta, pero estoy sudando. Meto la cinta de carrocero en el bolso y sigo mi camino de vuelta a casa. Vuelvo por un sitio mucho más amplio y tranquilo. Tanto Naya como yo lo percibimos. Ella se empieza a mover en mi hombro, yo me inclino hacia adelante y ella baja graciosa al suelo, para seguir el camino a pata, como hacen los gatos. El bamboleo de sus entrañas vacías vuelve a coger ritmo, y yo también, comienzo a caminar un poco más alegre y suelta. Pudiendo soltar esa actitud de atención-supervivencia.

A nuestro lado pasa un coche antiguo despacio. Un hombre con visera nos saluda sonriente, mirando nuestra escena: Naya va detrás de mi, como si fuera un perro. Aunque en realidad es una pantera gánster con visos de loro vestida de gata. Seguimos caminando acompasadas, observando el otoño tiñendo los árboles de colores preciosos, cálidos, abrigando las aceras con sus hojas y sus olores secos. El viento fresco nos arrima a la cara los rayos de sol dorado, regalo del mediodía, mientras seguimos caminando. 

Pasamos la primera de las casas de nuestra hilera. Las lluvias le han dejado la puerta llena de barro. Así que sorteamos un poco esa acera. Después volvemos a ella hasta que nos encontramos con el hombre que nos ha sonreído desde el coche. Acaba de meterlo en el garaje y así, entre el coche, la lavadora secadora, la leña y las baldas con cajas aquí y allá, intercambiamos unas palabras. Es un hombre espigado, ya con las pieles colgando en su rostro, tanto como ese chubasquero azul que lleva, que parece que no le termina de asentar en ningún lado. Tiene las mejillas sonrosadas y una gorra descolorida y vieja. 

- Yo también tengo una gata. Y no soporto ver los gatos desatendidos. Por eso les doy de comer por las mañanas- me cuenta.
- Ah, así que eres tú... - respondo.

Yo he visto esa escena: un hombre ahí parado por la mañana y cuatro o cinco gatos comiendo del suelo una montañita de pienso. Es él. Tiene un acento raro. Pronto descubro que es italiano.

Ya estamos en terreno conocido, así que Naya puede lucir su parte blanquita, la interna, su pancha y sus patas por dentro. Se restriega un poco contra la acera y después se deja caer haciendo el barquito con las patas para arriba, como esperando una caricia que solo el sol le da. Después vuelve a posar su parte blanca en el esquinazo de la acera y volviendo a su faceta de pantera, cierra los ojos y mueve el rabo a un lado y al otro, como si estuviera en la rama de un árbol. 

- Mírala, como te espera y como te acompaña. 
- Sí, le encanta estar con la gente y salir a pasear. 
- La mía jamás haría algo así. 
- Ya, Naya es una gata muy especial. 

Me siento como una madre orgullosa de su retoño. Y, como queriendo poner distancia entre mi sentir y mis palabras, aclaro que no es mi gata, que solo la estoy cuidando. Como esas madres que justifican lo que sienten por sus hijos porque la maestra o un ente externo concuerda con ellas. Algo así. 

Lo cierto es que me hace muy feliz su compañía. Me encanta asistir a lo cotidiano de la existencia con ella, poder bañarme en su presente continuo. Entrar en su pelo, suave y descubrir formas nuevas de acariciarla. Y avanzar juntas. Yo nunca había tenido una gata, ni ningún otro animal con el que hubiera tejido un vínculo y tenía mis reparos: con las uñidas, con los pelitos. Ella también tiene sus cosas. Pero hemos ido aprendiendo a acercarnos. Por eso me ha parecido tan mágico que se subiera a mi hombro. Atreviéndonos a apoyarnos en la otra.

Y que ahora esté ahí, ofreciéndose al calor del mediodía y a la mirada atenta de Giuseppe. Hasta que nos despedimos, con mucho gusto de haber conocido a otro de nuestros vecinos. Y eso también es gracias a Naya. 

- Seguramente volverá a saludarte en el algún momento. - le digo refiriéndome a Naya. 

Él abre las manos y ladea la cabeza, como diciendo 'aquí estaré'.  

Y así retomo el camino a casa, y Naya conmigo. Ya en esta zona del paseo está totalmente en su salsa, donde conoce los ladridos de los perros vecinos, que, sabe, están a los otros lados de la verja. Así que ni se inmuta con sus ladridos. Ella sigue bamboleando su panchita y caminando alegre, hasta que entramos en casa y, entonces, se tumba inmediatamente, como agotada, dejando caer toda su parte blanca contra el suelo. 

Mi amor. Creo que ser madre será algo parecido a esto. 

- ¿Qué tal el paseo? - me pregunta Álvaro desde el piso de arriba. 
- Más bieeeeen. - respondo. 

Y nos preparamos para llegar tarde a Castrojeriz.