15 enero 2022

II. 20 horas en el hospital

*Por motivos de privacidad, los nombres del personal sanitario son ficticios. 

Son cerca de las 00.00 horas del sábado al domingo. En el coche, tal y como me había imaginado, las contracciones cabalgan la una sobre la otra. Álvaro conduce y yo me ocupo de cantar cada contracción. Creo que cada uno de los dos tiene suficiente con su tarea, así que pregunto fugazmente quién es la figura que se ocupa de mover la banderita blanca fuera de la ventana en las películas.


En el parking esperan Eder y Margarida. Han venido a ayudarnos con la logística del aparcamiento. Según salgo del coche, entre contracción y contracción, me pongo las gafas y les explico que me las ha regalado la Harriet, 'para ver las cosas más bonitas el día del parto'. 


- ¡qué tía! Ja ja - y me río como lo haría ella.

- Pues se te ve animada... - dice mi hermano. 

Y entramos en la recepción. Apenas decimos mi nombre y ya saben. Viene una mujer a buscarnos.  Preguntamos si hay pelota de pilates en el paritorio. Nos dice que sí.  

- Pero a tí no te van a dejar entrar, ha subido el numero de casos y… ya no se deja entrar - dice señalando a Álvaro. Seguidme- continúa sin darle ninguna importancia a la bomba que nos acaba de soltar -. Si te dan contracciones puedes pararte, sin problema. 

- ¿Cómo? - preguntamos con la sangre helada por la sorpresa de la noticia. 

No tenía ni idea de cuál iba a ser el protocolo covid. Pero sí sabía que en ningún momento habían impedido la entrada de los padres/acompañantes a los partos. Así que me quedo con el cuerpo helado ¿Cómo podía ser?  

- Si. Que no te van a dejar entrar. Ayer cambiaron las cosas. Está habiendo muchos casos de covid. Solo en casos especiales se hacen excepciones...

- Hombre, yo creo que un parto es una situación bastante excepcional... - mascullo, respondo por responder, en piloto automático.

Es una pena que nos separen ahora que llevamos 20 horas de trabajo y conexión conjunta. Es, sin duda, la peor de las noticias posibles. 

- ¿Cómo dices? - nos pregunta ella.

Pero nadie le responde. Álvaro y yo seguimos nutriendo nuestra burbuja de conexión y amor. Por el bien de nuestro bebé. 

- Lo vais a hacer muy bien -me dice Álvaro como si me fuera al Vietnam.

- Sí, puedes confiar en nosotros - le respondo, secundando la propuesta de no entrar al trapo y responder a la mujer ad infinitum. 

Llegamos a una puerta y, en el umbral, la mujer se para y nos indica que hasta ahí puede caminar Álvaro. Me despido de él y cojo mi bolsa.

- Eso no lo vas a necesitar - me dice ella.

- ¡Cómo no! - replico- si ahí llevo mis cristales, la música, mis aceites... ¡todo!

De ninguna manera voy a dar un paso más sin mi bolsa. Así que ella se ofrece a llevarla, no sin quejarse de todo lo que pesa. Caminamos unos metros más hacia adelante y allí, en un mostrador, hay más mujeres. Comentan sobre la bolsa. 

- Ya ya, si ya le he dicho que no le hace falta, pero... - dice la mujer.

Me hacen pasar a una sala pequeña con una camilla, un 'registro', un mueble con material sanitario y una silla. Me dan un camisón y me piden que me desvista y me lo ponga. Me hacen un tacto para ver si estoy dilatada, también me realizan una PCR y, por último, me colocan el 'registro'. Todavía no lo sé, pero ese registro jugará un papel decisivo en esta historia. Es una máquina que mide las constantes del bebé. Para ello, me colocan en la pancha dos discos sujetados con gomas que abrazan mi contorno. Es un poco incómodo porque los discos oprimen un poco la pancha y, además, en este caso, estoy incómoda porque me han dejado bocarriba, con las luces del techo dándome en la cara, mientras las contracciones van y vienen, mientras mis lumbares se quejan por la postura. El mando de la camilla se me ha caído al suelo y las gafas de la Harriet se me han quedado en la bolsa. Y no me puedo mover por la conexión al registro, así que permanezco ahí durante aproximadamente una hora. El tiempo que tardarán los resultados de la PCR en llegar, según me informan.

Estoy dilatada de 3 centímetros. Más o menos a los 40 minutos el registro comienza a pitar y la segunda mujer que me ha conectado, vuelve a la salida pequeña. 

- ¿Has venido con alguien? - me pregunta. 

- Sí, con mi compañero, pero como si nada, porque no le dejáis entrar... - respondo sin ocultar mi malestar. 

- ¿Cómo? - dice ella. 

- Nos ha dicho la mujer que nos ha traído hasta aquí que, por el covid, no dejábais entrar acompañantes. 

- Claro, pero a esta sala. ¡Al paritorio si que entrará, mujer! - dice ella. Ni en los tiempos más duros del covid hemos impedido la entrada de los padres al paritorio - me explica, confirmando la información con la que contaba yo. 

- Aaaah... qué alivio - le digo. Ya me estaban entrando los siete males de pensar que me tocaba parir sola - le explico. 

- No, no, tranquila. Ni aunque dieras positivo en la pcr le impediríamos entrar, así que estate tranquila. Si quieres mandarle un WhatsApp para avisarle... ¿te acerco el móvil? - se ofrece.

- Ay sí, por favor. 

Acabo de ver a Jesucristo resucitado en la habitación. Agarro el móvil y llamo a Álvaro. No coge. 

Él lleva 40 minutos dándole vueltas a qué hacer en esa situación. Desde esa sala, que después calificaría como 'pasillo soviético', ha barajado todas las opciones de revuelta hasta darse cuenta de que no hay nada que hacer. En el mejor de los casos, saldrá del hospital escoltado por el personal de seguridad. Sin embargo, se resiste a no hacer nada. Se está culpando por haber aceptado tan a la ligera esa orden, siente que nos ha abandonado, así que cuando le llamo está justo pulsando el botón del interfono. Y antes de que nadie le responda, llega mi whatsapp.

Interfaz de usuario gráfica, Texto, Aplicación, Chat o mensaje de texto

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Pasado el primer susto hospitalario, con el resultado negativo de la PCR nos llevan al paritorio 6. Uno que tiene ducha, porque como 'no quieres nada'... Es su forma de decir que mi deseo es tener un parto natural, con la menor intervención posible. 

Al llegar a la sala, la matrona se presenta, se llama Isabel y me pregunta si quiero ponerme una vía. 

- Es la primera vez que estoy en un hospital. Solo me la pondré si ello no impide mi movilidad - le repito lo que he escrito en el plan de parto. 

- No te impedirá moverte, pero si hay que hacer alguna intervención urgente, nos facilitará al tarea - me explica Isabel. 

- De acuerdo. 

Me pregunta, también, y ya creo que por tercera vez, si voy a querer epidural. Le explico que mi intención es tener la menor intervención posible, pero que estaría interesada en una walking epidural o una dosis baja para no perder la movilidad y la sensibilidad. Me dice que en ese hospital no administran la walking epidural y que lo segundo dependería del anestesista, llegado el momento. Me dan también un par de dossiers que tengo que leer y firmar si estoy de acuerdo. El primero es sobre la epidural, sobre sus riesgos y beneficios, y el segundo es sobre la identificación del bebé a partir de la extracción de una gota de sangre del cordón umbilical. 

Leemos y firmamos los dos, mientras sigo con contracciones regulares. 

Nos preguntamos si no habría habido otro momento mejor, en nueve meses de gestación, para ofrecernos la evaluación y firma de esa documentación tan mental y lejana de un trabajo de parto.

Acomodamos la sala un poco. Apagamos las luces de la sala y encendemos la del baño. Sacamos, también, una lamparita que hemos traído de casa, para crear un poco de ambiente. Otra mujer nos trae la pelota de pilates. Tal y como había imaginado, es pequeña para mi. Apenas me llega a la rodilla. Así que le pedimos a mi hermano, que todavía anda por ahí, que nos traiga la pelota que traíamos en el maletero. Después de haber dado la orden, aquella mujer nos explica que la pelota es tan baja porque tiene un objetivo distinto al del pilates. 

- La pelota es tan pequeña para que te permita abrir la pelvis. - explica la tercera mujer, con cierto reparo, como si tuviera miedo de mi.

- Ah, claro. Pues agradezco la información. La probaré, también – respondo ciertamente agradecida. 

Para cuando nos quieren dejar solos en la sala son cerca de las 2.00 de la mañana y seguimos con la idea, a pesar de todas las interrupciones, de seguir con nuestro parto. Tampoco hay mucha elección. Las contracciones se siguen sucediendo a intervalos irregulares de tiempo. Pruebo la pelota pequeña, también la grande. Exploro las posibilidades de la sala. No son muchas. No hay muchos muebles en los que me pueda apoyar para dejar descansar parte del peso de mi cuerpo en las contracciones. Algunos bordes están afilados y se me clavan en los antebrazos, otros muebles tienen ruedas y otros, cosas encima. Lo mejor que encuentro es sentarme en la pelota pequeña y apoyar los antebrazos y la cabeza en la superficie blandita de la camilla. Así paso unas cuantas horas, moviendo la pelvis encima de esa pelotilla, respirando, cantando. Por tiempos, quedándome dormida así, dando cabezazos sobre la camilla. Intento tumbarme, pero no estoy cómoda. Álvaro se ha recostado en la tumbona y duerme. Y esta rutina en el silencio y la oscuridad de la noche solo se verá interrumpida por un tacto y un par de controles con el registro, rutinarios. He dilatado 5 cm ya. Y el bebé sigue bien.

Cerca de las 7 am Álvaro se despierta y me recuerda que sería bueno dormir. Y digo me recuerda, porque a mi se me ha olvidado que los humanos dormimos, como otras veces me ha recordado que los humanos comemos y bebemos. Yo estoy en otro viaje. Así que me invita, esta vez, a tumbarme en la camilla e intentar dormir. Lo logro. Sin duda esas horitas resultan reparadoras y, sin embargo, insuficientes. 

A las 9.00 llevamos 29 horas de parto y se abre la puerta de la habitación de forma abrupta. Una chica entra. Se presenta: se llama Linda, acaba de comenzar el turno de trabajo y viene a asistirnos como matrona. Resulta muy agradable. Desprende una energía muy bonita, como la de la mañana: viva, alegre, entusiasta. En el poco rato que está con nosotros ya me ofrece algún remedio para sobrepasar el dolor. 

Es bonito recibir esta energía renovada en la sala, tanto como fastidioso haber sido despertada, ahora que había podido dormir algo. En lo que me desperezo, la puerta se vuelve abrir. Entra Linda con otra mujer que dice que se llama Pilar, que nosequién le había avisado de nuestro parto y que al verlo en la planilla se le ha ocurrido que quizás nos apetecía contar con su servicio. Que si queremos, nos dice, pueden cambiarse Linda y Pilar. Yo no entiendo bien lo que dice y eso es porque se está dirigiendo a Álvaro. Son conocidos. Amigos de amigos. Estas cosas que pasan tanto en Burgos. Como yo no conozco ni a la una ni a la otra, dejo que sea Álvaro quien decida. 

Cuando la puerta se vuelve a abrir, Álvaro elige que sea Pilar quien nos atienda. Así que se queda en la sala y me pregunta en qué punto estamos, cómo me siento, qué necesito... Le digo que las contracciones o el dolor no es lo más fastidioso, que la cosa está en que ya son dos noches de parto, que estoy dilatada tan solo 5 centímetros y que estoy cansada. Sobre todo me duele la zona lumbar. Y echo en falta algún lugar en el que pueda agarrarme para dejarme caer un poco en las contracciones. Además, ahora que ha amanecido, igual que la noche anterior, el ritmo y la intensidad de las contracciones ha menguado. Se queda un rato en la sala y observa cómo atravieso la próxima contracción. 

- Está genial lo que haces con la voz - dice Pilar. Pero he observado que el cuerpo se te pone tenso. En lugar de tensarte intenta entregarte a cada contracción dejando caer tu peso en la camilla. Sé que suena contradictorio, pero... 

- No, no, entiendo lo que dices- respondo. Esa fue la intención inicial cuando comenzaron las contracciones, pero ya se me había olvidado. Gracias por el tip, le digo sinceramente agradecida y sorprendida por el cambio de actitud con respecto a las matronas de la noche.

Sale de la habitación y pongo en práctica lo que me dice. Sin lugar a dudas funciona. Esta mujer habla mi idioma. Y eso me llena de esperanza.

Vuelve a entrar en la habitación, me tapa la vía con una malla que hace que sea más fácil tener eso prendido de la piel. Transforma la camilla en un aparato en el que poder colgarme, como he pedido. Y me sugiere aplicar calor en la zona lumbar y me sugiere considerar aplicar una inyección de agua destilada en los romboides, que es una sustancia inocua que me puede aliviar el dolor. Le digo que sí a todo. 

Por su parte, Álvaro le pregunta qué tipo de posturas pueden venir bien, teniendo en cuenta el momento en el que estamos. Nos dice que el bebé está ubicado en el lado izquierdo y que conviene hacer posturas asimétricas y posturas de apertura tipo postura fácil, para que el bebé baje. Todo lo que dice está en absoluta sintonía con lo que lleva pidiendo mi cuerpo en las últimas horas. 

Por fin veo la apertura que mi madre cósmica me dijo que me iba a proporcionar. Por fin veo materializada a ‘esa persona consciente que me va a asistir en el parto’. Es ella. Es un ángel. Y de pronto me siento con ganas renovadas de seguir con el 'travaglio'. 

Pilar también se ocupa de Álvaro. Le recuerda que tiene que comer, que tiene que beber, que tiene que cuidarse. Porque yo estoy de viaje, pero él no. Y este detalle hace que para mi Pilar ascienda de la categoría de 'rock star' a 'super rock star' en lo que atender un parto se refiere. Haciendo caso a sus sugerencias, Álvaro sale a buscar comida. En ese momento me quedo sola en la habitación y me doy cuenta de que tenemos que liquidar el asunto antes de que cambien de turno. 

- Tenemos que parir con Pilar - le digo a bebé. Es nuestra ventana de oportunidad. 

Pienso que hay que darse prisa hasta las 15.00 que terminará el turno. Así que sigo haciendo los movimientos asimétricos agarrada a la, ya transformada camilla, y cuando llega una contracción, la canto sentada en la pelota de pilates. Cuando vuelve Álvaro le enseño el nuevo método que he descubierto para llevar las contracciones y él me acompaña sosteniendo mis caderas desde atrás, a veces con tanto ímpetu, que tengo que recordarle que la que se mueve soy yo y que él debe acompañarme. 

Es un hecho. Estamos eufóricos. Los dos. 

Les comunico tanto a Álvaro como a Pilar nuestra decisión:

- Bebé y yo hemos consensuado parir antes de que acabe el turno - les anuncio.

Los dos se ríen, poniendo los ojos pequeños. 

- Entonces tienes hasta las 21.00 - añade Pilar.

- Ah! Genial! pensaba que el turno terminaba a las 15.00... - digo con mucha alegría. 

Instantes después se abre la puerta y Pilar nos presenta a la auxiliar del nuevo turno que nos asistirá. Se llama Yolanda. Agradezco profundamente ese detalle: presentarse, decirnos sus nombres, su función, mirarnos a los ojos un instante... Y así, entre unas cosas y otras, llegan las 12 y Pilar nos propone hacer un tacto para ver como estamos. Me parece genial. Introduce los dedos en la vagina y mirando para arriba dice que estoy de 6 centímetros largos. Estupenda noticia. 

- Os informo que, por protocolo hospitalario, si a las 16.00 no se ha avanzado en la dilatación, tendremos que proceder a romper la bolsa amniótica- dice Pilar -. Al estar el bebé en la bolsa, está como en una burbujita. Al romperla, el bebé podría estimular con la cabeza la producción de oxitocina, que es la materia prima de las contracciones y éstas el motor del parto- nos explica muy bien Pilar. Si estuviéramos en casa podríamos valorar otras opciones, pero en un hospital se entiende que si en 4 horas no hay avance, el parto se ha estancado y hay que intervenir - añade. Os lo digo ahora, para que vayáis valorando esta opción - concluye.

Nos lo explica de antemano porque este tipo de intervenciones son exactamente las que no quería en mi parto. Pero lo cierto es que me he venido tan arriba con la llegada de Pilar, que ni siquiera valoro la opción. 

- No te preocupes. No vamos a llegar a ese punto - le respondo desde lo más alto de lo más alto. Y aprovecho para confesarle que nos ha dado mucha fuerza su presencia desde esta mañana, que estamos muy agradecidos por ello. 

Realmente estoy en un momento techo. Siento una gratitud inmensa a la vida por abrirme el camino así, tantas veces, y ahora con este ángel de nombre Pilar en un momento tan importante. No me cabe más en el pecho. Quiero cantarlo. Quiero llorarlo también.  Solo puedo decir 'gracias a la vida', 'gracias', 'gracias'

- Es el momento de la playlist - le digo a Álvaro, queriéndole más que nunca, que ya no se cómo más decírselo.

Durante 8 meses he seleccionado canciones medicina, mantras a la madre, mantras que ayudan a trascender posibles bloqueos, canciones hermosas, canciones de esas que cantaría y canto mil veces... y, por un momento, pensé que no la iba a usar. Pero me equivocaba. Su momento ha llegado. Es ahora. 

Pongo el móvil y lo conectamos al altavoz. De pronto, ese paritorio se convierte en otra cosa. Durante las 2 horas y media que dura la playlist, seguimos haciendo el trabajo de contracciones, pero cantamos, bailamos, nos abrazamos como podemos con la pancha mediante. Por un momento el parto se parece en algo a esa escena que he dibujado en mi mente una y mil veces. Y, venida un poco más arriba, si cabe, le digo a Álvaro: 

- Esa era la canción de hacer el amor - le digo refiriéndome al tema que acaba de sonar. 

Porque en la imagen de mi parto orgánico, por supuesto, hay un episodio hot. 

- Te lo haría ahora una y mil veces - me responde él para mi sorpresa.

- No sé yo si va a ser buen momento… - le digo entre contracción y risa.

Y comenzamos a besarnos y a intimar precioso por debajo del camisón del HUBU, entre una ola y la siguiente. Entre Pilar y Yolanda entrando y saliendo de la habitación, disfrutando con nosotros cada temazo. Y los temazos cambian por una música ambient, que acompaña un momento más de pausa, de sosiego, que sigue al momento ‘dancefloor’ que acabamos de vivir.

Las 16 h se acercan. Las estoy esperando porque, de pronto, me siento exhausta. 

- ¿Cómo estás? - me pregunta Pilar.

- Agotada - digo. 

- ¿Dónde notas el cansancio?

- En la espalda. Zona lumbar y dorsal sobre todo, pero en general no puedo con ella.

- ¿Te parece si intentamos aliviar con un masaje de presoterapia y después vamos al testaje de las 16? - me ofrece mirando el reloj.

- Me parece estupendo - digo.

Me tumbo en la camilla de lado, como puedo, y con la dilución de aceite esencial de lavanda que he llevado, me hace un masaje divino que, ciertamente, me alivia algo de tensión acumulada. Tiene unas manos estupendas, Pilar. 

Vamos con el registro y el tacto protocolario esperado. Después del trabajo que hemos hecho en las cuatro horas precedentes, espero convencida un buen resultado. 

Pilar introduce los dedos, mira para arriba y dice: 

- Nos hemos estancado, estamos en 6 cm. Lo bueno es que el bebé ha bajado - informa. El protocolo marca romper la bolsa. Es una intervención que no duele, no te preocupes - me dice dando por hecho que no nos vamos a oponer y casi ya saliendo de la habitación para buscar el instrumental necesario. 

Y así es. No hay plan B. Mi cuerpo no da para más. Estoy agotada. Si estuviéramos en casa, como decía Pilar, podríamos hacer otra cosa, pero lo cierto es que mi cuerpo no es ilimitado. Y siento que hay que ir resolviendo el panel. Llevo 4 horas haciendo un trabajo intenso con la pelota de pilates, por lo que sí es cierto que en la zona lumbar noto cierto alivio, pero la zona dorsal se ha cargado muchísimo. Las dos noches de parto están ahí, hablando sottovoce, susurrando cositas desmotivantes.

Álvaro consulta con Wallabi el movimiento. Y, en efecto, ella confirma que romper la bolsa es el protocolo habitual. 

Pilar entra de nuevo con un instrumento parecido a una aguja gigante. La introduce en mi vagina y realiza la operación. Adiós a la idea mágica de un parto velado. Adiós a una idea preconcebida de 'lo que tiene que ser' y hola a la posibilidad de acelerar el proceso cuando son ya 35 horas de parto. A partir de ahora también tendré que decir adiós a moverme con tanta libertad. A partir de ahora camino con una compresa puesta para no resbalarme con los líquidos que van a empezar a salir por mi vagina y con el registro, ahora ya perennemente pegado a la pancha.

Me mantengo esperando que ocurra algo. Pero no. No hay más contracciones, ni más fuertes, ni nada. Más bien siento que el proceso se está ralentizando más, a medida que esas voces desmotivantes van tomando fuerza. Como si esa aguja hubiera pinchado mi globo de amor y subidón, de pronto me desinflo, me hundo, me siento derruida, sin posibilidad de hacer ya más nada. 

Veo la posibilidad de terminar eso en cesárea asomando por la puerta y lo verbalizo. Me siento incapaz de hacer nada más que eso. Me siento derrotada.

- Aún queda mucho para ir a cesárea - dice Pilar. 

- ¿Entonces qué? - replico. ¿Me enchufáis oxitocina? - pregunto cabizbaja. 

- Por ejemplo. 

Consiento con mi cuerpo sentado en la camilla, las piernas colgando a los lados y la espalda encorvada, muy encorvada. El parto no intervenido y orgásmico de mis sueños se ha transformado de pronto en un goteo enchufado a la vía, una compresa del tamaño del Santiago Bernabéu y unas bandas elásticas que sostienen los discos del registro al rededor de mi pancha. No hay sensación orgásmica, placer, jadeos de pasión, nada de eso. Hay dolor, cansancio, derrumbe.

Me miro y me doy pena. 

- ¿Dónde voy a ir así? Mírame- le digo a Pilar a punto de lloro (o llorando, no recuerdo). 

- Sí, mira, aquí tienes el parto que no querías... para que lo sueltes - me responde Pilar de forma dulce pero tajante.

Y me dice algo que Álvaro me ha dicho instantes antes. Que estoy en la fase del 'no puedo' del parto. Que solo es una fase más que tengo que atravesar. 

En mi imagen del parto ese momento llega cuando, a causa de la intensidad y ritmo de las contracciones, las mujeres sienten que no pueden con el dolor. Mi caso es distinto. Me veo en la mierda más absoluta, llena de atavíos adosados a mi cuerpo, a 4 largos centímetros de llegar al punto de expulsión y con un cuerpo roto. Pero consiento oxítocina, porque la opción B se llama cesárea y no he llegado hasta aquí, 36 horas mediante, para rendirme. 

- Solo lo veo posible si nos vamos a la ducha o a la bañera - digo con la convicción de que solo el alivio del agua, una vez más constatada sagrada, elemento de curación, podrá sacarme de allí.

- Estupendo - dice Pilar. Preparamos la ducha.  

Me tapan la vía con un plástico, me quito la ropa y vamos para allá, esta vez ya al ritmo de la oxitocina, que se empieza a sentir fuerte. En la ducha solo puedo agarrarme al tubo que sostiene la alcachofa, no hay ningún otro asidero o ayuda al trabajo de contracciones. Así que me agarro ahí mientras Álvaro me enchufa agua en la espalda. 

- ¡Aquí, aquí! - le grito señalándome el costado izquierdo. 

Tanto Pilar como Álvaro intentan tocarme, darme un masajito, hacer alguna de las cosas que me funcionaron antes, pero yo no soporto que me toquen más. Siento la piel como arder, en un punto de saturación nunca experimentado antes. 

- ¡No me toques! ¡No me toques! - grito después de cada intento. 

No puedo contener las formas. Quisiera no hablarles mal y dios sabe que pongo conciencia en ello, pero el dolor aprieta y no sé cómo ponerme, cómo moverme para encontrar alivio. Me pongo a cuatro patas, intento ponerme en cuclillas en ese suelo de hospital lleno de agua, con la dificultad de moverme con la pancha y todos los dolores y no lo logro. Allí no hay un banquito, no hay nada que me pueda ayudar. Intento posturas que en ninguno otro momento antes me han funcionado, con la desesperación de sentirme como un animal herido.

Con tanto movimiento, los discos del registro no paran de caerse. Así que a cada rato entra Pilar a colocármelo. Yo hago lo que puedo para que no se caigan, pero no lo consigo. El agua, los dolores, la oxitocina que no se moje, cuidado con la vía que no se enganche... Son demasiadas variables a tener en cuenta y yo solo quiero que me dejen en paz, un momento, para poder encontrar el orden en todo ese caos de contracciones que se suceden una tras la otra en este cuerpo, ya maltrecho. En lugar de cantos, ahora lo que sale por mi boca son rugidos. Y a cada rugido una celebración de Álvaro que, como espectador, escucha que algo nuevo se viene. También lo está viendo. 

- Es impresionante como se están abriendo las caderas. ¡Puedo verlo! - me dice unas cuantas veces, sin lograr ocultar su impresión ante el espectáculo, ni intentarlo. 

Y esas palabras, después se lo diría, me dan un confort inesperado. En ellas encuentro explicación a tanto malestar en la zona lumbar. Entiendo que estamos avanzando. Sus palabras son la confirmación del avance y eso me llena de esperanza, otra vez. 

Es momento de nuestra canción. Una que creamos días atrás aprovechando el tremendo malestar digestivo que me dejó una comilona familiar. Yo estaba en cama aplicándome Digize en la pancha, intentando aliviar el malestar y él haciendo sonar la guitarra a mi lado. En un momento de silencio le digo que el mantra dice 'Esto también pasará', que es un conjunto de palabras que me ayuda a recordar que todo dolor es pasajero, que el momento presente me puede estar pareciendo infernal, pero que eso, en el plano de la memoria se reduce a cenizas. Álvaro le pone melodía a esa letra con suma facilidad, como siempre, y eso se convertirá en el mantra salvavidas del día del parto.

Comenzamos a cantarla en la ducha y me transporto a otro lugar. Salgo del lugar de pobrecita, desolada y maltrecha, para pasar a otro lugar, jodido, muy jodido, pero sin duda mucho más empoderado y vital. 

- 'Esto también pasará, esto también pasará'- cantamos los dos. 'Pasará, pasará y tú nacerás. Y nacerás y nacerás'- vamos improvisando la letra, sintiéndola, dejándola que vibre realidad dentro de nosotros, que nos transporte a otro tiempo. Y así hace. El agua y la música, elementos tan mágicos siempre, han demostrado su poder una vez más.

Después de varios intentos fallidos de colocar los discos, y como oyendo mis ruegos, Pilar me anuncia que me van a dejar unos minutos sin registros. 

- No estamos pudiendo registrar los latidos del bebé y a ti no hacemos más que molestarte, así que vamos a dejarte unos minutos tranquila - dice.

En concreto son 10 los minutos los que estoy sin monitorizar. Cuando vuelve a colocarme los discos, me saca del agua calentita y mi cuerpo comienza a quedarse frío. Ahora lo que no tiene sentido es estar ahí. Decido salir de la ducha. Ya el dolor no es tanto, sino otro bien distinto, jodido, intenso, distinto. Ya de vuelta en la sala me muevo como un animal herido buscando un lugar en el que reposar para morir. Solo que yo no quiero morir, quiero parir. Agarrándome en los pocos lugares que puedo ahora que la camilla vuelve a ser camilla, rugiendo a cada rato, sin lograr transformar en música ya más eso.

Pilar manda a Álvaro a buscar mi mascarilla. Me la he dejado en la ducha. Estamos en plena ola del covid y, aunque he dado negativo en el pcr, no paso un minuto del parto sin la mascarilla puesta. Ni si quiera en este momento que yo experimento como límite, podemos saltarnos el protocolo. 

Por supuesto que accedo al siguiente tacto. Quiero saber a dónde nos está llevando todo eso. 

Me arrojo a la camilla en un momento, corto, de descanso entre contracciones. Pilar introduce los dedos, mira para arriba y otro rugido me saca de esa postura y me coloca de pie al lado de la camilla. 

- ¡Ocho centímetros! - dice ella, como anunciando el circo del Sol en la ciudad. 

- No puede ser - digo yo. Me voy a morir si tengo que dilatar otros dos centímetros, jodeeeerr.... - añado un instante antes de volver a ser una osa sangrando del corazón. 

Desde el costado de la cama mi cuerpo empuja para abajo. Desde que me han puesto la oxitocina fantaseo con la cosa de empezar a sentir los pujos, de puras ganas que tengo de que llegue ese momento y puede que, por momentos, me haya inventado esa sensación. Pero esta vez no hay duda. 

- Es mi cuerpo el que empuja, ¡es mi cuerpoooooooooooogrrrrr! - le digo a Pilar.

- Eso es maravilloso, Doris - me dice con sus ojos encendidos por encima de la mascarilla, desde el otro lado de la camilla.

- Lo sé, AAAaaaaaaaaaaagggg - digo, mientras nuestras miradas se entrelazan por un instante. 

Claro que lo sé. Eso significa que estamos en el expulsivo, un momento más acorde con el dolor que siento. Y por fin algo de lo que había leído sobre los partos se hace carne en mi. Pero claro, hemos pasado de 6 centímetros al expulsivo en menos de una hora, después de 37 de trabajo y, claro, estoy flipando en coloretes. Le pregunto a Pilar si estamos a tiempo para epidural. Y, para mi sorpresa, me dice que sí. Pero no me da tiempo a estimarlo.

Desde esa postura, de pie y apoyándome en la camilla, empujo. Una y dos veces. Pero Pilar me dice que el bebé no soporta esa postura, que tengo que cambiar. Por un momento me quedo flasheada. ¿Cómo que el bebé no soporta la postura? Ninguno de los 3.053 partos que he leído hablaban de eso... me quedo como paralizada un instante y, también, comprendo, por fín, el papel de ese registro, de esos discos que me han estado molestando durante todo el paso por el hospital. De pronto, no son una medida protocolaria, como estaba yo pensando, sino un instrumento vital para mantener con vida al bebé. Y este es uno de los momentos en los que me caigo del guindo. Después vendrán más.

- Hay que cambiar de postura. Así el bebé no aguanta. - me repite Pilar. 

- ¿Y cómo me pongo? - pregunto perdida. 

- Como Lina Morgan, con las rodillas para dentro - me sugiere ella. 

Lo intento, pero mantener esa postura implica tener intención y voluntad asociadas al cuerpo físico. Los dos aspectos que, cuando llega el siguiente pujo, pierdo instantáneamente. 

- Hay que probar otra postura- dice Pilar. El bebé no aguanta así ¿Qué tal tumbada de costado? - sugiere. 

- No es una postura que me haya ido bien en ningún momento anterior - replico con tono derrotista.

- Ahora estamos en otro momento - sentencia ella sin permitir que me venga a abajo. 

No veo cómo subirme a la camilla y colocarme de costado, pero, por suerte, mi cuerpo lo ejecuta más allá de mi mente y, sin saber cómo, se arroja en la camilla colocándose de costado. 

Al poco rato colocan una estructura semicilíndrica en el lado donde estoy yo y me invitan a subir la pierna derecha sobre él. Si me parece bien, haremos los pujos desde esa postura. Y, por gracia divina o quiensabequé, estoy fabulosamente cómoda así. Agradezco por ello. Solo me falta algo a lo que agarrarme por encima de mi cabeza. Y ese es Álvaro. Le pido que se ponga cerca de mi cabeza y que me de las manos para poder agarrarme. Él, tal vez un poco sobrepasado por el escenario, tarda en reaccionar, pero finalmente se coloca en posición. ¡Estamos listos!

Wallabi nos decía que se sabe que una mujer está de parto porque pierde la consciencia, el control del espacio-tiempo. Yo para llegar a ese lugar he tenido que invertir 38 horas y, finalmente, ya en esa camilla entro en esa 'Ayahuasca', utilizando el término que una amiga matrona empleó para definir un parto y con el que tanto sintonicé. Por fin estoy ahí, con los ojos cerrados, totalmente fuera del espacio-tiempo, en mi Ayahuasca personal. Oigo voces afuera, de pronto me parece que hay muchas personas en la sala y tal vez las hubiera, solo que personas físicas solo hubieron 3, 4 al máximo. Siento el movimiento, el murmullo de la sala como un mar bravo, pero realmente solo oigo a Pilar dándome instrucciones. Lo demás es una neblina, mi cuerpo empapado en sudor, mis manos marcando la intensidad de la tensión de mi cuerpo, el tiempo, ahora determinado por los pujos y el calor en el periné (otro detalle-cuidado de Pilar que agradezco).

Llega el siguiente y asisto al empuje de mi cuerpo que, efectivamente, va solo. Pilar me dice que me relaje, que mande oxígeno al bebé, que deje caer mi cuerpo en el espacio entre pujos. Las manos, unidas a las de Álvaro se sueltan y con ellas, todo mi cuerpo cae. Visualizo ese oxígeno llegando a bebé. En el siguiente pujo, me explican, realizarán una torsión de mi pierna derecha a lo Lina Morgan. Me parece bien, de todos modos no me enteraré de nada cuando llegue el siguiente pujo. 

Y ahí viene. Es una sensación de querer cagar muy fuerte. Es una sacudida interna del cuerpo en la que siento que el culo se rompe, tira muchísimo, como si estuviera fatalmente estreñida (tal vez lo estaba). Y, en la parte delantera de mi cuerpo, de mi vientre, el bebé hace un movimiento hacia fuera y después se retrae y vuelve hacia dentro. Percibo en la sala una sensación como de tiro al pslo. Estaba ya casi fuera. Yo también lo he sentido. 

En una de las sesiones con Wallabi pregunté si era cierto eso de que el cuerpo empuja solo. Ella me respondió que depende de otras muchas variables, que hay partos en los que sí, en los que, con solo el pujo del cuerpo es suficiente y otros en los que no. Bueno, yo he jugado a estar en la primera liga, en la liga de los que sí es suficiente, pero parece que yo estoy en la otra. 

Pilar me indica otra vez mandar oxígeno al bebé, relajarme. Su tono cambia. Me dice que el bebé quiere nacer. Que su momento es ahora. Que le facilite la salida. Capto el mensaje, no sé si por sus palabras o por su tono. Pero sé que en el siguiente pujo tiene que salir. Como sea. Me relajo lo más que puedo en el descanso y espero pacientemente para el siguiente pujo desde esa marea de sudor frío que siento que estoy habitando. 

Mientras eso está ocurriendo, Pilar se ha retirado un poco para atrás, para dejar espacio al equipo ginecológico que, seguramente alertado por el registro del bebé, está entrando en la sala con el fórceps y las ventosas. Claro que de esto solo me enteraré después. Yo sigo en mi ayahuasca de sudor, sintiendo las manos de Álvaro y esperando el momento oportuno.

Y ahí está, la sensación de cacas fuerte y el cuerpo empujando desde dentro otra vez. Y ahora sí, yo, con toda mi conciencia e intención, acompañando el movimiento espontáneo de mi cuerpo. Siendo parte de él, no sólo espectadora como antes. Consciente de que eso me va a partir en dos. Sé que me voy a romper. Pero solo puede ser así. No puedo guardarme nada. El momento es ahora. Lo he entendido. Y empujo con mis manos, con las de Álvaro, en lo que Pilar vuelve a su sitio en primera línea de parto y empujo con mi culo, que se está rompiendo, empujo con mi vagina que siento también como una sierra caladora, empujo con mi aliento y con mi voz en grito. Y dentro del grito y del empuje, otro grito con más empuje y aún otro grito dentro del grito en la, ya, noche. Un grito salido desde mi más intima entraña, limpio y desgarrado a un tiempo, un grito fuerza, un grito naturaleza, un grito lleno de otros gritos. Y de vida.

Y al final del grito, al final del pujo, al final del desgarro, sale la cabeza y todo el cuerpo del bebé ‘como disparado’, según me contaría Álvaro.

- ¡Es Miguel! - alguien dice en la sala. Así me entero de que, finalmente, nuestro bebé es Miguel y no Deva, tal y como soñé en el primer trimestre y tal y como predijeron Marisa, la Flori, Blanca, mi madre y creo que todas las mujeres intuitivas que me han visto en el embarazo. También lo predijo ese travesti aquel día que me encontré a Asun en la papelería trazos. E, incluso, el mismo dueño de Trazos lo soñaría en los días cercanos al parto. 

Ese momento ha sido tan bestia, tan salvaje, que no tengo muy claro qué es lo que ha pasado, pero ahí fuera recibo la confirmación. ¡Lo he logrado! Y ahora sí entrego mi peso a la camilla. Me posan a Miguel en el pecho. Tan solo me alcanza para verle un momento la cara. En mi cabeza me suena de algo y al mismo tiempo me parece muy extraño. Sobre todo, su nariz. ¿De dónde viene esa nariz? En mi piel se siente tan suave... toco su piel peludita, y su culito pequeñísimo que se hace caca en mi dos veces, para escándalo de las presentes. No puedo parar de tocarle. Intento mirarle, pero con la mascarilla no me da para verle. Estoy atenta por si inicia algún movimiento hacia el pecho, pero seguramente está tan exhausto que ni llora, ni se mueve. Yo también estoy agotada, como en trance, más allá del cansancio. Y, sin embargo, más despierta que nunca. Yo sigo en ese no espacio-tiempo, en el que no puedo hacer nada más que estar ahí habitando lo que puedo el presente. Eso y preguntar:

- ¿Qué me he hecho?

- Desgarro de segundo grado - responde Pilar.

Como eso dista de la mejor noticia, que se llama 'desgarro de primer grado' me alarmo. 'Desgarro' y 'episiotomía' eran mis grandes miedos de cara al parto. Sobre todo, en el primer trimestre (el trimestre de los miedos por excelencia). Hoy, finalmente, los he combatido con la práctica, dejándome atravesar por el momento, por mi bebé, dejándome desgarrar conscientemente mi cuerpo inmaculado por la vida misma, libre hasta entonces de corte o lesión grave. Y todo eso es lo que contienen mis palabras de alarma.

Ella me explica, pacientemente, que segundo grado significa que se ha desgarrado piel y músculo, pero que no me preocupe, que no ha llegado al ano y que esa zona tiene muy fácil cura y cicatrización. Ciertamente me tranquiliza. 

Colocan mis piernas abiertas en lo alto, en la típica postura de parto no respetado clásico, para proceder al alumbramiento y a todo lo demás de lo que nadie habla cuando cuenta su parto. Hasta el momento del nacimiento de Miguel han pasado 38 horas, pero aún nos quedan dos horas más (más o menos) de trabajo. Primero el alumbramiento de la placenta, para el que me piden que vuelva a empujar como hice antes. Cosa que intento, aunque ya no puedo sentir la zona como antes. La placenta sale casi entera. Me la muestran. Tiene forma triangular. Al menos desde donde la veo yo, suspendida en las manos de Pilar. Ya nos ha explicado que no es legal dejarnos llevar la placenta, tal y como deseábamos, pero aceptando la propuesta alternativa, hemos pedido un poco de cartón para hacer unas impresiones con ella.

De eso se encarga Álvaro, en colaboración con una chica placento-artista que viene a ayudarles con la tarea, superando sus asquitos a las vísceras. Y no se si esto ocurre antes o después de que le pidan que corte el cordón umbilical, cosa que también hace. Después, una ginecóloga asiste a Pilar para asegurarse de que ningún trozo de la placenta se queda dentro de mi. 

- Yo creo que ya está - dice la chica metiendo sus manos en mis entrañas. 

Conozco la importancia de ese paso del proceso, así que intento quejarme lo menos posible ante lo molesto de la intervención. Y, cuando parecía que todo había acabado, Pilar procede a coserme. Aplican una anestesia local líquida en la zona, que no es suficiente para evitar que sienta el paso del hilo tirante por mis carnes. Y eso es extremadamente molesto. Además, de tanto tener las piernas arriba se están comenzando a dormir. Quiero que termine ya todo eso. Pilar también. Puedo sentir su cansancio. Sostener un proceso como el nuestro no ha debido ser fácil. Y, armándose de paciencia nos dice:

- A ver cómo era esa canción... - nos invita a cantar.

- 'Esto también pasará, esto también pasará...' - empezamos a cantar los dos, Álvaro ya a mi lado, como dos niños obedientes. 

Y pasa.

El coste total de la operación son 4 puntos externos, 1 interno y 2 hemorroides de las que nadie me informaría. Esto a nivel físico.

Yolanda me cambia las sábanas con mucha diligencia y dedicación. Pilar se despide: 

- No dejes de compartir todos los regalos que traes- me dice. 

- El regalo eres tú- le respondo. Y le digo gracias, aunque quisiera comprarle un camión, ponerle un piso en Nueva York, quisiera darle lo más grande, porque es enorme e inabarcable la gratitud que siento. 

Yolanda se despide:

- Has sido muy valiente - me dice. Yo no habría sido capaz. De hecho, en mi segundo y tercer parto pedí la epidural sin dudarlo, vamos - nos comparte. 

Las dos nos dicen que ha sido hermoso vernos. Nosotros también nos quedamos fascinados con su trabajo. 

- Y ahora estas mujeres se van a casa y siguen su vida normal... Y así todos los días... ¡Guau! - nos compartimos, admirados, todavía en shock de lo vivido.

Álvaro sale a darle algo a Margarida y Eder, que están fuera. Margarida percibe el shock de Álvaro y le ofrece un abrazo que quizás no le ayuda a soltar el nudo del estómago y el dolor de cabeza que le viene molestando desde hace unas horas ya, pero sí para sentirse reconocido en su labor. Y eso es mucho para él, me diría después. 

La sala se ha quedado tranquila. Ya estamos en el cambio de turno y otras auxiliares entran en la habitación, a terminar de recogerla y recogerme. Se sorprenden de encontrar agua en el baño. Les explico que el último episodio del parto ha transcurrido en la ducha. Y pareciera que eso fue hace ya mil años. Me invitan a cambiarme el camisón, a darme una ducha y a hacer pis. 

Me siento en la taza y me parece rarísimo que ese mismo canal ahora vuelva a esa función tan primaria. No puedo hacer pis. Hay algo bloqueado dentro de mi. Me ducho y me pongo el camisón, eso sí. Y me subo en la camilla en la que me van a llevar a mi habitación en planta. Alguien en algún momento me pregunta si quiero que me pongan analgésicos en el goteo. Respondo que no soy yo muy amiga de la química. Pero al decirme que esta es una ocasión muy especial, cedo. Y me ponen analgésicos en el goteo.

En el camino a la habitación en planta me sorprenden mis padres, Eder y Margarida. Al verlos levanto el puño en alto. Me siento victoriosa y radiante y lo muestro así, con la mano que tengo libre. ¡Lo he logrado, carajo! La chica que me empuja tiene el detalle de pararse un poco, un segundo. Lo justo para chocar manos con ellos, como hacíamos en los partidos de basket. Lo justo para mostrarles la carita de Miguel, que va pegadito a mi con ese gorrito-malla que le han puesto para que no pierda calor. Mi familia no puede subir a planta. No se admiten las visitas por el tema covid. 

Ya en la habitación hago una videollamada con ellos. Cuando quiero darme cuenta Álvaro ha hecho la cama supletoria, para visitantes y está profundamente dormido. Yo tengo la euforia del momento y no me puedo dormir. Él ha asistido a todo eso, a toda la tensión del momento, pero no tiene acceso a mi subidón energético, ni tampoco a la inyección de analgésicos que me han puesto y que estoy sintiendo tan fuerte. Ha caído rendido en el sofá cama como un peso muerto y ni me oye llamarle cuando le llamo. 

Hemos puesto fin a otras 18-20 horas de aventura en el paritorio. Un instante en una vida. Y eso lo ha cambiado ¿todo?

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