22 noviembre 2011

Cristobal

Los antes suaves reposabrazos del butacón ahora parecían hechos de esparto, tan ásperos se habían vuelto. En algunas partes, la tela tenía arañazos. Y el color del tapizado, se había desaturado de tantas horas pasadas al calor y la luz del sol que entraba por la ventana a la que se arrimaba.

El viejo Cristobal, sin embargo, pasaba las tardes desparramado en él, unas veces leyendo el periódico, otras, contemplando el paisaje sin ambición.  Aquella tarde, miraba cómo las hojas amarillentas de aquellos plátanos centenarios hacían regates a las corrientes de aire antes de caer al suelo. Después, seguirían su camino siguiendo el curso agonizante del regato que, cada día menos caudaloso, se arrastraba por el fondo de piedras como pidiendo perdón. Quedó hipnotizado por el movimiento de aquellas aguas, pero al poco rato tuvo que apartar la mirada. Los recuerdos de cuando el viejo era niño y jugaba con sus amigos a hacer la rana en las aguas, otrora abundantes, se empañaba. Y ya bastante tenía con el ánimo otoñal, como para empezar a remover recuerdos, pensó el viejo que, aprovechando el impulso de un suspiro profundo, se levantó de la butaca en dirección a la cocina.

- ¿Cómo está la dalia más bonita de mi jardín? - dijo el viejo abrazando a su mujer por detrás.

Antonia, sin dejar de fregar los cacharros, entornó levemente la cabeza hacia atrás para recibir el beso que el viejo le daría. Al movimiento de los brazos de la vieja, afanada en su tarea, se unía el de sus caderas y, a estas, el del cuerpo enjuto del viejo, que, pegado a ella y hundiendo la cabeza en su cuello, se meneaba como un peso muerto zarandeado por una locomotora. Le encantaba ese masaje cacharrero, así lo bautizó Cristobal un día de inspiración, por eso adoptaba esa postura cada vez que podía; hasta que ella, que no disfrutaba tanto de aquello, le espantaba.

- Ay Cristobal, que así no hay manera de que una haga nada. Echa pa llá, anda…

Y el viejo, obediente, se despegaba, esta vez encaminándose a la alacena. 

- ¿Una copita de vino, flor de loto?

Ella negó con la cabeza. Él sacó una sola copa, cerro el armario y se sirvió el culín de Ribera que quedaba en la botella. Luego, si acaso, abriría otra. Le dio un sorbo y deambuló por la cocina arrastrando las babuchas.

El sonido de la tela rozando con las baldosas irritó un tanto a la vieja, que le dijo que qué hacía, que si estaba de romería. 

El viejo captó la indirecta y, sin saber muy bien qué hacer, se sentó en una de las sillas de mimbre. Posó la copa en la mesa. Sacudió, dobló y guardó las servilletas de tela en el cajón; recogió las miguitas de pan, empujándolas con el canto de una mano para atraparlas con la otra. Se levantó y apartó torpemente a su mujer con la cadera, para poder tirarlas en la papelera. Volvió a buscar su copa, que recibió con un sorbo alegre.

Hacía ahora tres meses que se habían trasladado a la casa del pueblo. Los días de hastío enfrascado con facturas, tablas de excel y cuentas absurdas, los nervios de fin de año y los madrugones habían terminado para él. Lo cierto era que Cristobal había recibido la jubilación en aquella gestoría como un salvavidas. El cariño que los dueños le tenían, unida a la pereza de buscar a un sustituto, la escasez de tiempo para hacerlo y el tiempo que le llevó al reemplazo aprender el oficio cuando lo encontraron, obligaron a Cristobal a trabajar hasta los 73 años. Un día más y habría matado a alguien, solía decir. 

Después de un tercer sorbo, la copa dio a su fin. Sin duda, este culín me ha cundido poco, pensó el viejo, que tuvo que abrir otra botella. Esta vez, llenó la copa hasta arriba y volvió a la butaca.

Miró a través de la ventana. Dos niños aprendían a bailar la peonza a lo lejos. Apretaban la lengua entre los labios y enroscaban la cuerda en las hendiduras de la madera hasta que se acababa. Entonces, disponían cuidadosamente los dedos alrededor del cabo, para después, tirar de él sin mesura, sin tacto, haciendo que la peonza rebotara bruscamente contra el suelo cada vez.

- ¡Jesús! ¡Cualquiera diría que están lanzando un menhir! - exclamó el viejo la quinta vez que contempló la misma escena.- ¡No hay que lanzarla tan fuerte!

Los niños nunca le habían caído bien. Ese tener que estar todo el día explicándolo todo, ese tener que estar encima, cuidado, no hagas eso, no metas los dedos ahí, llevarlos y traerlos de aquí para allá, reír de cosas que no tienen gracia y sobre todo, eso de tener que jugar a lo que fuera… le hacía sentir como estrangulado. Cuando, en las cenas familiares o con amigos, había niños presentes, Cristobal se cubría el cuello con las manos (aunque no se daba cuenta) y, disimuladamente, se ponía en la otra punta de la sala. Evitando todo contacto visual y rehuyendo las preguntas ocasionales que pudieran hacerle, había librado sendas batallas con esos enanos piscagas, así solía llamarles, que tanto le alteraban.

La copa volvía a estar vacía. Se dirigió a la cocina a rellenarla. Antonia, sentada en la mesa, ojeaba un libro de recetas. 

- ¿Con qué me vas a sorprender en la cena, tulipancito?- preguntó el viejo mientras cogía la botella.
- Pues todavía no lo sé, estoy mirando este libro de cocina afrodisíaca… 
- ¡Ah! ¿Desde cuando te da por la cocina africana?- preguntó el viejo descorchándola.
La vieja levantó la mirada de aquellas páginas y se dejó escapar una risa pícara. Blop - el corcho había salido.
- ¿Pero qué dices, Cristobal, majo? Afrodisíaca es la comida que estimula el apetito sesual - le explicó ella, que nunca había aprendido a pronunciar la x como correspondía.
- Ah… - el viejo se había puesto colorado - vaya. ¿Y en qué consisten esos platos?
- Pues mira, estoy dudando entre preparar el arroz a la llama del amor o una ensalada provocativa al gruyere. 
- Mmmm… que bien suena eso….
- Sí, mira que pinta tienen - dijo la vieja acercando el libro abierto a su marido.
- Me apetece más la ensalada provocativa. - confesó.
- ¿Si? pues eso haré. A ver si así me das una alegría.
- Pero mujer, si quieres un buen meneo no hace falta que te molestes tanto, que me tomo una viagra y listo.
- No, deja deja, que la viagra esa es demasiado. Me acuerdo que la última vez parecías un potrillo desbocado. ¡Ay Cristobal, que no te cansabas nunca! 
- Yo nunca tengo bastante de tí, querida- dijo con una voz grave que pretendía ser seductora. 
- Si serás fanfarrón…- dijo la vieja riéndose. 

Cristobal dejó la botella en su sitio.

- Bueno, saldré a comprar un par de cosas que hacen falta para la ensalada- dijo la vieja encaminándose a la puerta principal.

Él la siguió, le abrió aquella vieja puerta descuadrada con dificultad, se dieron un beso cómplice y ella le dijo que volvería en cinco minutos, que no se impacientara; él cerró la puerta, arrastrándola nuevamente, y volvió a la butaca con la copa de vino. 

La gata blanca que habían recogido de la calle se paseaba por el salón sin rumbo aparente. El viejo contemplaba su elegancia, ese vaivén de omoplatos que lucía orgullosa, la cabeza y la cola bien erguidas. Cuando se acercó a la butaca, echó mano de ella por la panza y la colocó en su regazo. La acarició pensando en el jugueteo que le esperaba aquella noche. Palpaba uno a uno todos los huesitos de su columna y pensaba en lo mucho que le gustaba que su mujer fuera todavía tan jovial. Repartía el pelo hacia un lado y, luego, hacia el otro y se alegraba de que todavía hoy le sorprendiera. 

- ¡Comida afrosidiaca! ¡qué tía! me ha dejado planchado… - pensaba. 

Pasaba la palma de la mano por los pequeñísimos pezones rosados del animal y corroboró por enésima vez esa creencia suya de que tener niños no habría sino roto todo ese equilibrio mágico que tenían ellos dos. 

Antonia volvió, la puerta se arrastró ruidosamente contra el suelo al abrirla, la gata se revolvió en el regazo, dio un salto ágil y, antes de aterrizar, rozó con la cola la copa que Cristobal había posado en la mesita, lo suficientemente fuerte para que ésta cayera al suelo rompiéndose en tres pedazos, derramando todo el vino que contenía.

- ¡Si serás puta! - exclamó dando un respingo.
- ¡¿Cómo dices?! - respondió la vieja cerrando la puerta de golpe. 
- No, no es a tí, querida. Ha sido Coliflor. - dijo señalando el cerco granate que se había formado en el suelo - ¿Ves? Te dije que lo de la gata no había sido buena idea.

1 comentario:

Vilkina Stuart dijo...

Enorme,nena!!
Y, he de decir, un puntazo que la gata se llame Coliflor...
Mu güena inversión ese curso, sip... Te superas a cada vez!
;)