20 febrero 2019

Lo que aprendí de los árboles

Para mí, los árboles siempre han sido los predicadores más penetrantes. Los venero cuando viven en tribus y familias, en bosques y arboledas. Y aún más los respeto cuando están solos. Son como personas solitarias. No como los ermitaños que se han alejado de alguna debilidad, sino como los grandes hombres solitarios, como Beethoven y Nietzsche. En sus ramas más altas el mundo cruje, sus raíces descansan en el infinito; pero no se pierden allí, luchan con toda la fuerza de sus vidas por una sola cosa: cumplir sus propias leyes, construir su propia forma, representarse a sí mismos. 
Nada es más sagrado, nada es más ejemplar que un árbol hermoso y fuerte. Cuando un árbol se corta y revela su desnuda herida de muerte al sol, se puede leer toda su historia en el disco luminoso inscrito de su tronco: en los anillos de sus años, sus cicatrices, toda la lucha, todo el sufrimiento, toda la enfermedad, toda la felicidad y la prosperidad están escritas con sinceridad, los años estrechos y los años lujosos, los ataques soportados, las tormentas superadas. Y todo joven agricultor sabe que la madera más dura y noble tiene los anillos más estrechos, que en lo alto de las montañas y en continuo peligro crecen los árboles más indestructibles, más fuertes, los perfectos. 
Los árboles son santuarios. Quien sabe hablar con ellos, quien sabe escucharlos, puede aprender la verdad. No predican el aprendizaje y los preceptos, predican, sin inmutarse por los detalles, la antigua ley de la vida. 
Un árbol dice: Una semilla está oculta en mí, una chispa, un pensamiento, soy vida de la vida eterna. El intento y el riesgo que la eterna madre llevó a cabo conmigo son únicos, la forma y las venas de mi piel, el juego más pequeño de hojas en mis ramas y la cicatriz más pequeña en mi corteza. Fui hecho para dar forma y revelar lo eterno en mi detalle más pequeño y especial. 
Un árbol dice: Mi fuerza es la confianza. No sé nada acerca de mis padres, no sé nada acerca de los mil hijos que cada año salen de mí. Vivo el secreto de mi semilla hasta el final, y no me importa nada más. Confío en que Dios está en mí. Confío en que mi labor es sagrada. Con esta confianza vivo.
Cuando somos golpeados y ya no podemos soportar nuestras vidas, entonces un árbol tiene algo que decirnos: ¡Quédate quieto! ¡Estate quieto! ¡Mírame! La vida no es fácil, la vida no es difícil. Esos son pensamientos infantiles. El hogar no está aquí ni allí. O el hogar está dentro de ti o el hogar no está en ninguna parte.
Un anhelo de deambular desgarra mi corazón cuando escucho a los árboles crujir por el viento en la noche. Si una los escucha en silencio durante largo rato, este anhelo revela su núcleo, su significado. No es tanto una cuestión de escapar del sufrimiento de una, aunque pueda parecerlo. Es un anhelo por el hogar, por un recuerdo de la madre, por nuevas metáforas para la vida. Esto lleva a casa. Cada camino lleva a casa, cada paso es el nacimiento, cada paso es la muerte, cada tumba es la madre.

Así que el árbol cruje por la noche, cuando nos sentimos incómodos ante nuestros propios pensamientos infantiles: los árboles tienen pensamientos largos, respiran mucho y descansan, al igual que tienen vidas más largas que las nuestras. Son más sabios que nosotros, siempre que no los escuchemos. Pero cuando hemos aprendido a escuchar los árboles, la brevedad, la rapidez y la prisa infantil de nuestros pensamientos logran una alegría incomparable. Quien ha aprendido a escuchar los árboles ya no quiere ser un árbol. No quiere ser nada más que lo que es. Eso es el hogar. Eso es felicidad.